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Lecturas internacionales
Columna
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Excelentes en la destrucción, nulos como gobernantes

Cuando los abusos de la nueva Administración de Trump lleguen a la justicia, el daño causado será ya irremediable

El presidente de EE UU, Donald Trump, camina por los jardines de la Casa Blanca, este viernes.
Lluís Bassets

¿Hasta dónde llegará la demolición? ¿Alcanzará incluso a la destrucción de la democracia y las libertades públicas? La velocidad del asalto es vertiginosa. Los nuevos bárbaros son de una eficacia destructiva indiscutible. Nada representa tan bien la virulencia de su ofensiva contra el Estado federal, las instituciones públicas y las libertades civiles como sus ataques a los jueces, las universidades y los despachos de abogados. En Estados Unidos, como si fuera una dictadura, ya no están garantizados los derechos a no ser detenido arbitrariamente, a contar con un abogado defensor y a ser sometido a un proceso justo antes de cumplir una pena, como la expulsión o la deportación.

La nueva Administración, guiada por el resentimiento y la sed de venganza, es experta en hechos consumados. Cuando sus abusos lleguen a la justicia, el daño causado será irremediable. Será difícil reparar los perjuicios a los deportados o internados en cárceles extranjeras, estudiantes expulsados de sus universidades, abogados desposeídos de derechos profesionales y como consecuencia de clientes, empresas arruinadas o funcionarios despedidos, ni siquiera si finalmente los tribunales les dan la razón.

No se conoce, en cambio, ni una sola iniciativa constructiva que haya prosperado. La paz no ha llegado a Gaza ni a Ucrania, como Trump había prometido para el primer día de su presidencia. Su única y más comprometida acción militar, un ataque con misiles a Yemen, ha servido para demostrar la incompetencia e incluso la estupidez de la cúpula entera de seguridad, capaz de comentar y jalear sus hazañas bélicas en un chat comercial, como frívolos e irresponsables adolescentes en los que nadie puede confiar.

Solo dos obstáculos interiores parecen interponerse a la marcha hacia la autocracia. El primero es la alarmante reacción de los mercados ante la guerra arancelaria, junto a las preocupantes cifras de inflación que presagian una recesión. El segundo, y el de mayor trascendencia institucional, es el control judicial, en especial el del Tribunal Supremo, la última salvaguarda de la Constitución frente al camino autoritario emprendido.

Será crucial el momento en que la orden de un juez pueda suscitar la desobediencia de la Casa Blanca. Ante la falta de poder coercitivo de los jueces, un incumplimiento del Ejecutivo abriría las puertas a una crisis constitucional de consecuencias desconocidas. Con la justicia desautorizada y todos los poderes en manos de Trump, el país entraría en una mutación constitucional abiertamente autoritaria.

La Unión Europea podría actuar también como un contrapeso exterior, pero dependerá de la voluntad de los Veintisiete y de la determinación de la Comisión. Además de responder adecuadamente a la ofensiva arancelaria trumpista, Bruselas tiene amplios márgenes regulatorios para responder a las pretensiones de las grandes tecnológicas y convertirse en alternativa a la hora de atraer inversiones y talento científico y empresarial. La sociedad europea en su conjunto tiene además los medios y la disposición para convertirse en reserva y ejemplo de los valores liberales ante su retroceso en Estados Unidos.

La propia OTAN debería actuar como un contrapeso si no quiere convertirse en algo semejante al desaparecido Pacto de Varsovia, donde todos sus miembros se hallaban sometidos a la férula del Kremlin. Motivos no faltan. Dos socios atlánticos como Dinamarca y Canadá están sufriendo las amenazas anexionistas de Trump y todos han sido despreciados por la negociación a sus espaldas entre Washington y Moscú del alto el fuego en Ucrania.

Nadie en Europa se ha expresado con tanta claridad como el nuevo primer ministro canadiense, Mark Carney, que ha dado por terminada “la vieja relación con Estados Unidos basada en la integración cada vez más profunda de nuestras economías y en una sólida cooperación en seguridad y defensa”. Más explícito ha sido Michael Ignatieff, la voz intelectual canadiense más reconocida: “Ucrania nunca volverá a confiar en Estados Unidos. Los aliados de Canadá y de Europa nunca lo olvidarán ni lo perdonarán. El aguijón de la traición convierte este momento en el punto inicial de una nueva libertad, en la que Europa mirará por su supervivencia y Canadá contará con sus propios recursos, capacidad de cohesión e historia de resistencia para sobrevivir como un pueblo libre”.

El brutalismo trumpista se acomoda muy bien al concepto de destrucción creativa que Schumpeter acuñó para explicar el papel de la innovación en el capitalismo. Aplicado a la geopolítica, es dudoso que sea Estados Unidos quien saque provecho de la desaparición de las viejas estructuras. Trump quiere que “América sea grande otra vez” y ha anunciado “una nueva edad de oro”, pero vista la pobreza de sus ideas reaccionarias y la ineptitud adolescente de sus equipos, más bien parece que está cavando su propia tumba. Es la hora de China, pero también de las potencias medias emergentes y por supuesto de Europa, si hay suficiente voluntad política entre los europeos para aprovecharla.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
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